Manual de diferencias para una casa de muchas habitaciones

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Manual de diferencias para una casa de muchas habitaciones

Manual de diferencias para una casa de muchas habitaciones

Dividida en numerosas partes, la poesía, justo donde parece más frágil, se salva haciéndose flexible, nunca dócil. Esta es la esencia de cierta lírica escrita por muchas mujeres poetas en todas las épocas y latitudes, máxime cuando se trata de hacer una crónica —lógica e incuestionable— de su existencia.

Si hablamos de contexto: un país, un pueblo de campo, un grupo de amigos, entonces una sinceridad de visos raros nos convoca a hablar de este libro de poemas Mentiras del jamás, como si habláramos de una casa. Esta compilación de poesía de Rosa María García Garzón es una casa de muchas habitaciones; algunas, vacías o sin gravedad; otras, llenas de voces que se entrecruzan y pierden los mensajes que tenían encargado dar, sin rubor porque todo un mundo de pérdidas anteriores, de vacíos naturales o creados, han preparado a esta mujer para cumplir un designio: decir la poesía, preguntarse si la llovizna ¿Es bendición de Dios… / o está llorando? Preguntarse o divagar, qué importa porque en lo que sea que haga, consigue darnos esas crónicas, mapa de vida que anuncia uno de los poemas del libro.

En la década de los 80, la región central de Cuba era un hervidero de poetas, un caldo de cultivo de cuerpo amorfo y variable, donde competir era impensable porque se leía, escribía y vivía de tal modo la literatura, la poesía especialmente, que no había manera de sentirse más arriba o lejos que el resto. La evolución de ese grupo de poetas, bastante menos dispareja de lo que se esperaba, invadió el habanocéntrico espacio reservado hasta entonces a los tradicionales «poetas de la capital» y se convirtió en un núcleo sólido, de poetas inconscientes, inconstantes, casi felices, que se pasaban libros copiados a mano si era preciso, con tal de leer lo mejor de la literatura universal, si no se conseguía en papel impreso. Eran capaces de dormir, bañarse y comer casi a la intemperie, en alguno de sus «encuentros» para compartir unos versos, un relato, un ensayo, fueran propios o ajenos, si estos tenían la garra suficiente para mantenerlos en vilo durante días. La poesía levitaba en el aire de las provincias y se hacía de una particular mezcla de lecturas, amistad y vivencias, amén de desaguisados y diferencias, en ese levitar, los que la escribían eran conjunto. No hablo de generaciones o simples promociones, hablo de un grupo de afines en una cosa al menos; lograron sintonizar, a veces sincronizar, su momento vital a través de sus versos.

De esa evolución es fruto la poesía que se puede leer en este volumen. Su voz susurrante y su lirismo intimista, el cambio de registros que se mueve desde la ternura hasta lo visceral, pasando por las alusiones a otros artistas, y otros espacios más amables que el que ha tocado en suerte, todo expresado desde el ángulo de una emotividad a la que no le importa que la clasifiquen de no contenida. Que a veces busca ser vista de ese modo.

Giramos con la poesía de Rosa María García en un círculo vital donde todo comienzo es traumático, como un parto: Creo que llegué un lunes de mayo, / buscando a no sé quién, / pero este pueblo estaba lleno de silencio. Y luego se modifica en cierta aceptación que se resiste a resignarse: Es simplemente así, pero siempre distinto. / Los días transcurren. Y estallan. Giramos porque es imposible ir en línea recta, siquiera seguir un camino, con esta mujer que nunca anda a ras de tierra, que no sale al jardín como todos los mortales, a sembrar o disfrutar sus rosas, sino que siembra en él un sol y sale a verlo: Salí al jardín porque sentí que el sol hacía madurar las nubes, como melocotones. Admitamos que recibe ayuda para ello, de los artistas que admira, de la inutilidad de un mundo tan difícil de cambiar a mejor, de un espíritu dado a la esperanza, aunque sabe que la esperanza es un espejismo desabrido, que propone caminos sin salida, encrucijadas que podrían llevar toda una vida resolver, o lo que es peor; pueden llevar a lo infinito de la repetición: Hay un paso nocturno y tenebroso, una flor de pantano que al soplo de la luna tiene humanos perfiles. O, simplemente, a lo que resulta inevitable, la propensión al fracaso: Soy una línea indetenible. Avanzo convencida de que el punto final es la catástrofe.

No se puede leer la poesía de Rosa sin aceptar su componente de ruptura emocional, que se sostiene —oh, contradicción— en la solidez argumental de forma y de fondo que hay en su escritura. La poeta va con naturalidad desde un estilo casi narrativo a un lirismo que no lo es solo por el enfoque, la selección del verso libre como estructura básica y lo grave de los temas que aborda o su tratamiento: la inconformidad, la tristeza, el azar, la pérdida, la soledad, la muerte, la indefensión, una fragilidad que a la vez que aumenta muta en fortaleza, donde los versos alcanzan la corrección estilística y nivel de lenguaje metafórico suficiente para lograr convencernos de que: Para escapar de pájaros hambrientos / no basta despertar, / volverse a la pared buscando mapas / que nunca descubrimos. / Hay un hilo terrible como lluvia / que divide la noche, / yo estoy en ambas partes… La forma y el fondo se vuelven recurrencias que apenas se vislumbran, recursos que el lector presiente sin que le resulten molestos artificios académicos, que delaten una vida dedicada a la enseñanza de la literatura porque el ejercicio del magisterio en la vida personal de la poeta va más allá de las aulas o de la frivolidad de aquellos que se sienten en posesión de unas relativas verdades que enseñar. Todo verso contiene un porcentaje de verdad, pero determinar el cuánto y el tanto corresponde a la lectura que cada uno hace de lo escrito, a pesar de que falsamente se le siga atribuyendo al poeta toda la responsabilidad de la falta de visión e incapacidad para entender la armonía del lenguaje metafórico por parte de algún lector.[1]

El pueblo y su deforme proyección en el día a día de la mujer que escribe versos es un sitio recreado sobre el que poner el espíritu del poema: …este pueblo se pudre cada tarde / con sus vecinos sordos, / sus casas impasibles…  La familia, sopesada en todos los actos, y la individualidad, ese goteo mesurado, que va hacia la soledad, hacia la muerte muerte, hacia la muerte en vida, se vuelven déjà vu, repetición, cansancio donde vemos morir, suicidarse, desintegrarse en partículas a esta mujer casi invisible, nula, diferente en el conjunto de sus coetáneos. La vemos ser sombra de sí misma, eco, para que la soledad gane menos veces, rodearse de lo que ofrece alguna certeza, abrazarse a todo.

El uso de la rima provoca otro estado en el sujeto lírico, hay un espacio de mesura, quizás consecuencia del respeto del metro, del acento obligado que imponen la décima —octosílabo al fin, toda ritmo interior—, el soneto, el haiku, el romance, y es aquí donde aparecen y se sostienen los poemas de amor grande, romántico, de amor a los nietos, de amor a los amigos, como flores de luz, algunos como estrellas apagadas, cuyo resplandor sigue llegando de lejos en ese bloque de catástrofes versadas, como un muro sólido de estricta incondicionalidad. El amor es probablemente la única reivindicación de estos poemas / crónica. Nada piden ni exigen ni ruegan los que tienen —tenemos— el privilegio de habitar este libro, se mimetizan en el paisaje gracias al amor.

Si bien la primera parte de este libro de poemas se instala en la libertad de versos largos, sopesados o en una prosa poética ingeniosa, a medida que nos acercamos al final, la música se va adueñando de la forma de expresar las ideas, la musicalidad convierte en sencillez todo el espacio, que se vuelve diáfano, cargado de emociones que terminan resumiéndose en extremos, completados en su propia contradicción: nadie / alguien, nunca / siempre, nada / todo, se sabe / no se sabe, principios y finales que quedan reducidos a pérdidas, a olvidos, a verdades pasajeras que en su momento fueron pilares de una vida. El poema «Declaración final de principios» es uno de esos donde cada palabra es ella misma y su reverso: Estoy finalizando los comienzos / y el principio de todos los finales; … / Nunca estuve más cuerda en mi demencia / ni fue una multitud la soledad / ni viví tan paciente la impaciencia. A veces la ambigüedad como punto de partida genera nuevas formas de ver lo que se vive, lo que se convierte en poesía, entre el silencio y el grito hay tantos matices como contextos, en su gran mayoría expuestos en esta parte final del libro, cada exceso es a su vez carencia de otras cosas: Ser tan solo un madero que recuerda los trinos, / un corazón de árbol permeado de humedad, / que flota en un espacio tan inmenso y vacío, / sin barcos que se acerquen ni nadie a quien salvar.

Una última advertencia justa a los lectores de esta antología: la cronología de los hechos en este libro de versos es circular, caótica, excepto que entremos en el vértigo de un espacio / tiempo invertido, como si se proyectara en un espejo enorme para que ese reflejo de la realidad fuera otra realidad posible, la vida real no admite tanta poesía sin segregar algo a alguien, sin conmensurar todo lo que a su juicio nos sobra. Rosa María García ha conseguido escribir en el aire de modo perdurable, y nadie se engañe, una vez leído su libro seremos parte de ese perenne acontecer, parte también de su poesía.

Sonia Díaz Corrales

Santa Cruz de Tenerife

Octubre (sin otoño aún) de 2016

[1] Este comentario no pretende ser una provocación a quien se acerque al libro, sino un intento movilizador para el alma, una invitación a liberarse de clichés y límites que en el caso de la lectura y disfrute de la poesía no solo son contraproducentes e inútiles, sino que privan de la individual recepción de la grandeza que se le supone a un texto poético.

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