Por: Oscar G. Otazo
La estética del postboom, como apéndice al fenómeno dentro de la novela contemporánea latinoamericana, ratificó la doble crisis del lector: la crisis de apreciación y la de aceptación perdida. Así, durante las postrimerías del siglo xix e inicios del xx, unida a las crisis promovidas por los recientes conflictos bélicos en Europa y al ascenso de los Estados Unidos como nuevo imperio regente, no desaprovechó la vigencia de ambas crisis para elaborar otra: la crisis de la realidad. Para quienes admitieron, con cierto desdén, el surgimiento de dicho suceso —me refiero al acaecimiento tanto del boom como el postboom—, la posterior presencia, fuerza y evolución estética de ese movimiento ratificó el discurso y la cosmovisión de un corpus que determinaría y aún determina, en todas sus magnitudes, el rumbo a seguir de más de una generación de escritores dentro de nuestro continente y fuera de este. Hechas estas aclaraciones, anoto lo siguiente: deudora de esa estética me resulta inobjetable la novela A solas con Casandra de la escritora Marlene E. García Pérez (1965).[1]
En una de las novelas inacabadas del malogrado Calvert Casey, Gianni Gianni, se pone de manifiesto el tema del abandono y el abandono deliberado como único resorte para definirse dentro de las sensaciones del amado, del ser que está fuera/adentro y del que no solo se fundirá en alma, sino en espacio y lealtad como elemento transgresor por y hacia la posesión terminal y definitiva del Eros/Tánatos, de la sensorialidad corporeizada a través del híbrido, de la cópula y del destiempo. Es así que la narrador-personaje central de Casey nos dice: «Veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos».[2]
A diferencia de Casey, el personaje-narrador de García Pérez apela al abandono, desde una forma consciente y, por si fuera poco, desde esa posibilidad que brinda el abandono como distanciamiento/involucramiento, como campo causal y vehículo para el encuentro trasmigrado, para la entrega y, lo más trascendental, el origen de su búsqueda tanto consciente como inconsciente. No es extraño que en el primer párrafo nos encontremos con una declaración de principios que destaca por demás como ensueño autobiográfico y adquiere, a la postre, un enfoque con cierta polémica de género:
Cuando descubrí que ser mujer me hacía diferente: esta paradójica imposibilidad de mis posibilidades y unos derechos y deberes a los cuales estaban predestinadas las hembras, entonces comencé a ser todos los personajes que quise. Crecí con ellos dentro y no es que me pareciera a alguno en particular, sino que hacían cosas que me estaban vedadas. Resultaba muy cómodo asumirlos: así me he consolado desde que tengo uso de razón porque me da mucho miedo ser yo misma.[3]
Pocos autores, dentro de la literatura cubana, han tenido presente este procedimiento para soslayar la presencia del acto del yo emitido y excluirse para otro ser o para muchos, de incluso, asumirlo como una actitud de autoencierro y exilio. A mi juicio, hay razones que lo justifican. La primera: el acto de ser uno posibilita el temor, en este caso la soledad, de encontrarse con su propio reflejo o con el reflejo que no se tiene y se percibe a todas luces. La segunda: el acto de abandonarse requiere de una afiliación con la conciencia y con ese desamparo que solo es capaz de obligarnos a no sernos, a traspasarnos, a no sentirnos, a anular toda presencia. Ahora bien, ese acto en materia narrativa, en el contexto y el espacio y tiempo de la novela, posibilita el paso de un ente dialogante a otro, el de Casandra-escritora plagada de una realidad acuciante, servil, temerosa, al de Casandra-mítica. Esa relación determina el origen de una condición individual/genérica a otra enteramente determinista: la histórica. Tal por ello Casandra-escritora apela con ese acto de disolverse en la búsqueda de su liberación, pero no como forma del vivir, del experimentar, de consolarse, sino como contrarrespuesta o alter ego histórico, consumación de un destino trágico, destino en su doble estado: el transgresor y el transgredido. Ya en la novela percibimos cómo Casandra-escritora quiere volverse la Casandra-mítica para quebrar una cadena de hechos malditos que la viene acorralando y que le imponen esa concepción del ser: abandonarse a ella sin entender que su desgracia está dada por la herencia blasfema a la que ha accedido desde siempre, sin tener como respuesta otra cosa que no sea el sonido de esa cadena del que no podría desprenderse.
Teniendo en cuenta esa potencialización del abandono, no he dejado de creer que los rasgos de dicho abandono parten y tienen lugar mediante la acumulación inconsciente del pasado y de su interacción con las disímiles Casandras-míticas que han estado en el ser hembra que encarna la narradora-personaje. Es así que el abandono siempre visto como un recurso de transgresión obliga a considerar que no solo la narradora-personaje elimina cualquier barrera históricamente-concreta o de género o pensamiento, sino que lo asume desde su presente más circunstancial e instituye un ser único, un ser dotado de todos los seres históricos, reales o imaginarios que, de un modo u otro, se corresponden con su tragedia, es decir: la Tragedia. De hecho, esa evaluación una vez más me remite al escritor Casey como ejemplo indudable y precursor indirecto que mantendría un diálogo intratextual y no menos contrapuntístico con A solas…
No es gratuito que, a través del abandono/¿mirada?, la autora nos entregue los temas que sustentan la historia: el desamor, la incomunicación, el hastío existencial, la infancia (sus procesos, conductas, actitudes, desencuentros ambiciones, traumas, lealtades) hasta estructurar el centro de la tesis que mueve en todas sus aristas a la obra: la soledad. De esa manera, se nos revela el otro centro, el más terrible y que de por sí solo aclara esa dualidad argumental entre la Casandra-escritora y la Casandra-mítica: el pasado histórico como crisis y transmigración del futuro. Visto así no tendríamos que pensar en el estilo laborioso, cerrado, en el planteamiento directo y, mucho menos, en la ejecución urgente.
Más que la sabida intertextualidad con la obra de la alemana Christa Wolf —intertextualidad hoy día desplazada a niveles paroxísticos—; que los cambios del punto de vista; que la inevitable narración en cuanto al orden estructural en contrapunto; más que la simetría de niveles de realidad y un desplazamiento del paranarrador, la cabaiguanense apela por un irremisible uso de la intratextualidad que, desde mi perspectiva, refuerza la concepción de fatum que marca al ser humano. No es una gratuidad que ese elemento (fatum) discurre en sus dos obras posteriores, La Canaria o La mitad de la sombra y también en A-Mar. Con ello, se patentiza una alineación contexto-discurso que marca el periplo de un solo personaje transmigrado en múltiples voces, es decir, Casandra (la real y la mítica), María de las Nieves y Mar, y se crea una secuencia de vida en los personajes femeninos que le sirven de alter ego a la autora. En este caso, debe aclararse que el de A solas con Casandra responde a una determinación ganada por puntos, es decir, por la alineación en la que se haya el personaje, a su sufrible condena al tener que abandonarse a ser otras personas, a sustraerse de la realidad para construir otra mítica y onírica. En las dos obras posteriores, la autora no logra llegar a los niveles alcanzados en su primera ópera prima. Hay un descenso de osadía, un hallazgo sin encontrar que hace pensar que, en esas obras, solo hay un rapto, un deseo de ejercitar la palabra y nada más. A su vez, el diseño de personajes llenos de estereotipos, falseados, contradictorios, el espacio literario abrumado por la banalidad, la obsesión de construir una metáfora, la circunstancialidad, entre otros aspectos, atentan contra una concepción que, si no ha flaqueado, está previa a hacerlo y, por ende, a callar la lira. En esos dos casos, la generalidad donde se hallan esas dos obras apunta hacia lo que se debe entender como una generalidad mediocre y temblorosa. Cosa que no ocurre en A solas…
Alguna vez he creído que el hombre puede ser reversible a su pasado, a sus contradicciones, a sus tragedias. Para las últimas páginas de A solas…, la consolidación de esa creencia me ha llevado a reconocer que: el destino de Casandra-mítica es el de la Casandra-escritora, un ser destinado a profetizar algo que nadie creerá porque su don revelará también su locura. Menos variable será reconocer la certeza con la que ambas terminarán por comprender su horrendo fatum. Lejos de la lectura veloz o el análisis a priori, tendríamos que detenernos en algo mucho más eficaz que el quien-ejecutor: el doble reflejo de la condición humana a través de un hecho históricamente regentado como lo es la tragedia y sus procesos.
Un hombre que teme su fin todo lo teme y espera, ha dejado escrito en un bello poema el poeta irlandés W. B. Yeats. A solas con Casandra es un fin que está desde el comienzo de los tiempos, desde un yo mítico que aún no ha saldado sus cuentas con el Tiempo ni con la Memoria. La disolución en el cual se encuentran los personajes esenciales, mediante el abandono, refuerza su ocultamiento, el de su destino trágico. Este abandono proyecta, a partir de los espacios dialógicos entre los sucesivos personajes, la crisis de comunicación que consume la existencia y trascendencia de una tradición/civilización a todas luces estructurada sobre la base de la destrucción.
No es casual que la mirada de Casandra-escritora se funde en el pasado histórico —pasado que ni siquiera se remite a una centuria o al reciente y hasta circunstancial del que muchos escritores se sirven para delinear una conducta o actitud futura. Casandra retorna a la raíz del origen: la mítica Troya para ofrecernos sin ambages de dónde proviene su condena y hasta dónde ha sobrevivido esa herencia. No obstante a la fórmula/estructura y al desplazamiento/espacio concentrado, la evolución de la novela determina el tiempo justo —caída, amenaza de aborto, recuperación— para que la protagonista establezca un campo de concreción histórico donde ocurrirá su doble descubrimiento: la asimilación de su destino trágico mediante la aceptación de la condena genérico-histórica y el convencimiento de su maldición: la imposibilidad de ser creída, de ser vista como es y de ser asimilada. De este modo, el concepto de fatum muestra el nexo de un drama casi intrascendente —tengamos en cuenta la línea de la trama— y lo transforma en una metáfora complementaria de la soledad y el miedo a resistirla. Por ende, la dualidad que se pone de manifiesto en la obra sirve como un contexto de trance saldado por eficacias del narrador quien no solo en el transcurrir de un espacio a otro omite los límites del tiempo, de la realidad y la anécdota mitológica, sino que trasciende el espacio mítico, la consciencia/experiencia, los recuerdos, los ensueños, las frustraciones para reformar una realidad que los introduce en un mundo al que cada acción, conducta o actitud cifra el camino trágico de un pasado/presente, a las claras, inviolable.[4] Hacia la primera mitad del siglo xx, el escritor William Faulkner se sirvió de los mitos clásicos, griegos y bíblicos para redistribuir su mundo sureño plagado de violencia, discriminación y segregación social. Años después, la cabaiguanense se sirve de un referente troyano para establecer, como una Ariadna moderna, el ovillo que une el origen de la soledad de Casandra y para ofrecer el punto de partida histórico, de las subordinaciones emocionales a Eneas (alter ego de una sociedad consumidamente postmoderna). Casandra —en este caso— subordina su condición de individuo a la de Eneas sin resistirse, sin entrar en condicionamientos, como si ese acto estuviera (lo está) precedido por la maldición mítica del dios Apolo. Cabría entonces patentizar esta afirmación con la propia voz de la narradora-personaje: «¿Cuándo me han oído? Solo se complacen dando órdenes; viéndonos cumplirlas».[5]
Si atendemos a esa interrogante, recalamos en uno de los temas que sostienen una parte del entramado discursivo de la obra en cuestión: la disputa en torno al papel de la mujer en el contexto de la realidad que la ocupa en la sociedad patriarcal y no menos machista o género como se corresponde con la discriminación de la mujer en la sociedad. Esto, a las claras, responde a una subversión, a la mirada provocadora de García Pérez. Mucho me temo que, dentro del relato confesional de la autora, se prescriba tal dilema. Más que discriminación de la mujer o algunos de los reiterados postulados que hoy día se respiran en las tribunas feministas y concierne a las acaloradas polémicas de género, en A solas…, se advierte una aceptación, no una obligación de la actitud de lo que representa ser mujer y cómo se revalúa dicha actitud por medio del consenso individual. En definitiva, si algo se resuelve en la obra es la asimilación del personaje principal con su contexto, con su soledad, con el miedo de sufrirla, con la necesidad de estar entre los brazos de algún hombre. La importancia de que el narrador-personaje sea mujer no determina su presente social ni su estatus ni los avatares por los que atraviesa porque Casandra es un personaje que está estructurado sobre la base del género de los seres humanos. Por consiguiente, la idea del abandono y de su trasmigración en todos los personajes, refuerza el criterio de su no humillación, de su no encadenamiento, sino de esa respuesta mitológica que refuerza el origen de qué es y cómo se reconcilia con el proceso de liberación, no del cuerpo, sino de la conciencia; no del espacio, sino del tiempo.[6] Aquí es válido encarar el verso del escritor alemán Hermann Hesse: el espíritu no quiere encadenarse. Alguien solamente con la rebeldía capaz de Casandra tendría el valor de omitirse en el tiempo y en el espacio de los personajes para rebelarse y dejar sentado su testimonio.
El diálogo directo que mantiene la autora de A solas con Casandra con la estética postboomista, más que una moda, representa un destino del que solamente se puede argüir un argumento mayor: el juego combinatorio de un sentido de orientación y la posibilidad que se obtiene. El hecho de que A solas… se apropie de los emplazamientos técnicos desarrollados por los miembros, tanto del boom como del postboom —me inclino a los del postboom—, no quiere decir que se inscriba dentro de su nómina. Como apreciara Michel Foucault en su estudio «¿Qué es un autor?»[7], iniciar una práctica discursiva presupone el inicio de toda una tradición del porvenir donde uno o muchos se apropiarán de la manera de ser, del actuar y hasta del pensar de aquel; presupone, como dice el francés, que Freud no es simplemente el autor de La interpretación de los sueños o del Chiste y su Relación con lo inconsciente y Marx no es simplemente el autor del Manifiesto Comunista o El Capital. A su modo de ver, ambos establecieron la infinita posibilidad del discurso. No entiendo (no quiero entender) que las razones de un autor o una tendencia y concepción y las sucesivas afiliaciones que puedan surgir a la postre determinen una obligada simplificación de una parte hacia el modelo inicial. Juzgo asilada cualquier observación en lo referente a la cercanía y amparo de la forma y el empleo de recursos con la inserción en una nómina o grupo.
Si se tiene en cuenta la estructura cerrada de la obra, obtendríamos como resultante el esquema casi obsesivo de una conciencia con la que los personajes dialogantes se proyectan y consumen su propia incomunicación, cuando no, refuerzan (a pesar de la constante fluir de los narradores-personajes), el Caos individual y de soledad que atraviesa la protagonista. Comprender esa raíz ha sido para Casandra-escritora percibir el cuestionamiento del género a través de su drama existencial como médula de nuestra experiencia, como significante de un pasado/presente aceptado por antonomasia.
No es de otro modo que así, entre la estructura y el desplazamiento del espacio y la claridad del narrador-personaje, percibimos cierta colisión para quedar, por momentos, frente a la carencia de la asimilación y del entendimiento. Lo que podría tenerse como una insuficiencia o una destreza a medias o un desliz, falta de intuición y eficacia, resulta de un orden estructurado sobre los andamios de la mimesis, calco de algo más invisible y programador de cada acto dentro del ámbito de la novela. Para justificar ese acto me remito a una observación hecha por el crítico cubano Enrique Sainz a propósito de Los cantares de Ezra Pound: «El caos que nos abruma durante la lectura, un caos estructural y conceptual a un tiempo, está regido por una voluntad ordenadora y lo que podríamos denominar una ontología consciente».[8]
Reflejo de ese caos advierto, dentro de la obra de la autora cabaiguanense —aunque no como condicionamiento del arraigo que viene profesando por el hecho de pertenecerle a la condena—, los seres condenados a emprender su propio compromiso con sus actos/herencia.
En tal caso, la novela, el argumento, la estructura, la polifonía de voces establecen la condición redentora y condenatoria que, hacia las últimas páginas, constituirán el final trágico y solitario donde la protagonista mítica reptará, antes de ser asesinada, en su condena eterna a no ser escuchada y la escritora seguirá abandonada en el ciclo infinito de sus máscaras reafirmando cada vez más (no olvidemos su proyección en las otras novelas de la autora) su autorredención/maldición.
Cabe entonces apelar por otra visión y se remite a Claudio Magris que deja sentado en uno de los ensayos de su libro Utopía y desencanto, lo siguiente:
La literatura que dice la verdad más radical sobre la condición existencial e histórica es aquella del rechazo y de la negación, que pone el acento sobre el malestar de la civilización y sobre la misma laceración del yo individual, ya no más Su Majestad el yo que imite actas gubernamentales, sino un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a un efímero y un oscilante punto de encuentro de sucesos y sensaciones poco más que ese sedimento, dejando por una tradición y una historia evaporada.[9]
Más que una verdad radical Marlene E. García Pérez, con A solas con Casandra, establece una radicalización del acto de vivir mediante un vínculo: la condición del ser humano condicionado por la fuerza de la mitología, de la verdad de un presente encarnado por lo seres humanos como los seres mitificados por la memoria y la imaginación humanas, por el encadenamiento mágico-histórico de un género sin subdivisiones ni postulados ni afiliaciones sectarias y de grupos genéricos, hoy día, desarrolladas hasta la saciedad en el corpus de la narrativa cubana actual. Es así que no se ha permitido, en sus obras, alejarse de un discurso más cerrado y más directo, aunque las estructuras y la artesanía demuestren lo contrario. A pesar del diálogo contrapuntístico entre la Casandra-escritora y la Casandra-mítica, la obra no se ve disminuida en su intensidad. Todo lo contrario, el caos organizado, la monotonía en la que se ve reptando la protagonista, los temores, el abandono, el desamparo, las reflexiones casi trascendentalistas sobre el destino y la existencia ponen de manifiesto el agotamiento social y existencial de la realidad más urgente, el desmoronamiento de una sociedad que refunde sus valores continuamente sin encontrar un punto de partida como si se tratara de un Fénix insular que, con cada muerte y resurrección, patentizara la futura destrucción de un orden instituido para ser reflejo de nuestro espacio/isla.
Alguien podría advertir, una vez empezada la lectura de A solas…, la ausencia de felicidad en la historia y la continua búsqueda dentro de los seres que se mueven dentro de la epidermis/conciencia para encontrarse y redefinirse. A todo esto, le sumo la complicidad introspectiva de la autora quien no ha podido distanciarse del personaje y aflora desde su perspectiva, trayendo consigo momentos de indudable soberanía y desprendimiento. No pienso en las argucias técnico-experimentales ni las narratológicas. No pienso en la no poca simplificación de un punto de vista vívidamente versátil ni pienso en la veracidad de las circunstancias ni en el arribo del estigma de Casandra mediante su conciencia. Tampoco pienso (no es necesario pensar) en el estilo con el que la autora plantea la obra, cerrado, directo, a fuerza de piel dentro de la piel, como únicamente podría recibirse un drama, desde sus astucias e inmensidades. Pienso en que todo el conjunto influye de una manera conservadora en el contexto y en la mise en abyme que concluirá con la presencia del anillo como objeto que consumará todo el arribo del porvenir. Pienso en la fuerza de la contemplación con que el lector tendrá que asumir, en forma directa o sobre la base del ejercicio del intelecto y la consumación de sus hallazgos, la voluntad de ese objeto dentro de la conciencia del narrador-personaje una vez asumida su condición de condenada.
La interrelación mito-realidad, amén de representar una ortodoxia dentro del esquema de la obra, refuerza, a mi modo de ver, el otro esquema, el mayor: el de ese mundo que ha sido evocado desde su propia e inconsolable destrucción. Se sabe, nunca ha sido guardado como secreto, que el escritor norteamericano William Faulkner se sirvió de la famosa anécdota del rey David, quien construyó un imperio para que, en el futuro, el mismo imperio lo destruyera. Conviene creer que Marlene E. García Pérez ha regresado ex profeso a esa etapa mítica y no menos clásica para construir su parábola. Conviene considerar que, a pesar de los interludios entre el narrador y su conciencia, entre el discurso entre las dos soledades, entre los campos históricos, entre los afloramientos y los raptos emocionales, no es pecado secular poner a ojo de epidermis la revaluación del mito troyano visto desde nuestra realidad irredentora y, a veces, mezquina. Más que el sacrificio de su revelación/testimonio Casandra (en su doble condición) encarna un símil profético del que pocas ocasiones se apartará y desde los procedimientos y ejecución de la novela del bilsdungsroman y desde los arquetipos desarrollados por la misma, distribuirá cada partícula de un mundo, del mundo que le ha correspondido y del que no podrá apartarse nunca.
No me extraña que el abandono se convierta en un paradigma para la narradora-protagonista y que cada vez más logre desplazarse de su presente para realizar apariciones fugaces y todas constatando su invariable maldición: la de seguir siendo reo de su propio don. Simplificados los destinos de la obra a una fórmula visual casi caritativa de pasado-autorreafirmación-liberación, conviene considerar que la obra, como un producto inicial de la autora, resuelve el dilema conceptual con un solo acto: la reconciliación. Es ahí donde se convierte en un instrumento cognoscitivo y espontáneo que atrapa el espíritu de una época, nos pone de frente a los hechos, a los sentimientos, las obsesiones, las miserias y la alienación de los Hombres y nos deja como una legítima alternativa ese acto, el de aceptar doblemente el fatum impuesto por una voluntad superior a la nuestra, a nuestras adversidades y denuestos.
En alguna conversación sobre la escritora, he dicho que no me extrañaría ver, hacia el final de su obra, que sus personajes se recluyan en la soledad más apartada y nihilista. Que sus personajes se hallen alejados de la sociedad y los hombres, cuando no, prestos a poner fin a sus vidas por medio del suicidio. Ese comentario me resulta de una axiomática reafirmación dentro del discurso inevitable y polifónico desarrollado, en las tres novelas por ella escritas hasta el momento.[10]
Por otra parte, su ineludible vínculo con los mitos clásicos me obliga a no pasar por alto la raíz trágica de su contexto y a declarar lo siguiente: la tragedia de los personajes de Marlene E. García Pérez presentes en A solas con Casandra es la tragedia del género de los hombres vistos detrás del perfil solitario de una mujer, que ha recibido la maldición de un género (entiéndase condición) como herencia, como reafirmación de un género irreversible y de paso hacia el abismo. No me asombraría que las voces de sus personajes clamaran desde ese infierno polifónico al que solo pueden substraerse y servirse porque nada más que un ser humano que empieza a destruirse desde/dentro de la soledad, se encontraría con esa herencia de la que ningún Hombre podría escaparse, ya camino indisoluble hacia la destrucción. Dicho así podría resultar una categorización tremendista, altanera y altisonante, pero me atrevería a declarar mucho más: A solas con Casandra es un grito desde la soledad, un grito que viene desde el pasado hacia el presente para obligarlo a no ser a quedar perpetuo entre lo que ya no es, sino en lo que se ha convertido de un ser humano a otro y así ad infinitum.
Hoy, ahora, mientras escribo, pienso que ningún hombre es menos maldito que su propia maldición de ser quien es y de arrastrar consigo esa carga de transcendencia que no lo apartara de su itinerario porque —no me cansaré de decirlo— es la condición del género humano. Marlene E. García Pérez con su novela A solas con Casandra recibe y trasmite por herencia consciente e inconsciente, esa maldición.
[1] Como primer acto de aclaración, una característica que, una vez dentro del ámbito de la novela salta a la vista, marca la clave de la misma y da paso al conjunto: el abandono deliberado.
[2] Calvert Casey: «Piazza Morgana», en The collected Stories, Duke University Press, 1998, p.340.
[3] García Pérez, Marlene E.: A solas con Casandra, Ediciones Unión, 2012, p.9.
[4] Entre esas márgenes la autora va al mundo clásico, a la época clásica, nos muestra cuál es el primer momento de una época a la que no se puede eludir —al menos dentro del contexto de la obra— porque, más que un estigma fenoménico, constituye el génesis de nuestra cultura junto a la herencia filosófica, artística, social, humanística, bélica. Pero más que terrible, lo ratifico, va al pasado con una finalidad más axiomática: arrastrar hacia el presente toda una carga de soledad y desamparo históricos visto desde unos ojos contemporáneos. Por consiguiente, la doble alusión al mundo de la Troya pagana determina el reflejo de su ciudad/isla igualmente sitiada y destinada a no escuchar la voz de su pitonisa y a morir en manos extranjeras viendo la destrucción acaecida en su tierra.
[5] Ibídem, p. 13.
[6] No obstante a la ausencia de credo religioso en la autora, me resulta contradictorio cómo su personaje alter ego se esconde detrás del concepto de reencarnación no menos alejado del metempsicosis. Pero me temo que su idea central de la liberación se halla en la certeza de que el alma atraviesa el tiempo y el espacio en esa búsqueda de su fin último: la liberación. Así podríamos retribuir una asimilación con el samsara en el hinduismo; renacimiento, en el budismo; la reencarnación, en la religión cristiana.
[7] En Teoría Crítica desde 1965, Hazard Adams y Leroy Searle, Florida State UP, Tallahassee, 1966, pp. 138-148.
[8] Enrique Saínz, Indagaciones, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998, p 132.
[9] Claudio Magris: Utopía y desencanto, Reina del Mar Editores, 2006. p 20.
[10] En cuanto a ello, cabe decir que se presenta este elemento dentro del conjunto de su obra novelística, es decir, la intratextualidad, hecho este que ocurre mediante la relación de un texto con otro correspondiente al mismo autor. En este caso, la alusión se refiere a las novelas A-Mar y La Canaria o La mitad de la sombra, a cómo los personajes Mar y María de las Nieves responden a la concepción femenina de la autora. No se trata de logros artístico-literarios. Referente a este punto estas dos novelas son manidas, empobrecidas por sus narradores y el esquema un tanto menor y falto de profundidad por el cual se desplaza tanto la obra como la concepción misma.
Leave a Reply