El difícil oficio de verse «desde dentro» en Los dioses muertos

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El difícil oficio de verse desde dentro en Los dioses muertos

El difícil oficio de verse «desde dentro» en Los dioses muertos

Por: Jorge G. Silverio Tejera

La literatura como «arte de la expresión verbal» —así la define la RAE— ha tratado, desde sus mismos comienzos —aquellos en que aún no incluía la escritura y utilizaba la palabra para dibujar la época—, la sociedad y la cultura en que se desarrolla el argumento de la obra puesta a consideración del lector u oyente por el autor o narrador.

Este dibujo, hablado o escrito, transita por la subjetividad del autor-narrador y, ya sea con la complicidad de éste o contra su voluntad, muestra los resultados que las propias experiencias vitales o literarias dejan en el sujeto narratológico y lo llevan a plasmar la realidad en cuestión de una manera u otra.

Al repasar las páginas de Los dioses muertos, obra del narrador cabaiguanense Oscar G. Otazo, se palpa, a partir del comienzo de la obra, que el autor nos cuenta una historia que brota desde su interior, desde sus propias heridas y experiencias en un período determinado del decursar de la sociedad cubana, momento signado por la dolorosa presencia de la escasez, la miseria y, junto a ellas, la pérdida de valores que, hasta esa etapa, eran parte de la conducta diaria de los cubanos.

La historia, narrada con lenguaje duro, directo, ese que se habla en el día a día de los cubanos, está llena de símbolos alegóricos, cada uno de ellos a la situación concreta en que se enmarca la trama. El primero de ellos es la frase inicial: —No hay —dijo cuando lo vio levantar la tapa del caldero, capaz de representar, con la sola fuerza de una oración, la dureza de aquellos años para la gente de a pie con un dramatismo simple, pero efectivo. Simbólica es también la vaca, imagen de lo prohibido, lo necesario, aquello que se quiere respetar pero que, al final, la desesperación lleva a atacar, pese a que, al hacerlo, el personaje principal cruce una frontera que le cuesta perdiendo una integridad conservada con mucho valor y sacrificio.

La obra muestra un marco geográfico concreto: la Cuba de adentro, la de los pequeños pueblos de provincia con su tapiz de relaciones basadas en la tradición y el respeto a los cánones establecidos; pero no deja de ser un retrato válido para cualquier región del país, incluso para las grandes ciudades cosmopolitas con sus propias reglas de conducta.

Oscar G. Otazo apela a toda la sinceridad de su pluma para describir, sin tapujos ni maquillajes, el desgarramiento interior del personaje protagónico, Beltrán, hombre íntegro a quien la guerra en Angola, con su carga de dolores y sufrimientos, ha colocado en una situación de ambivalencia espiritual, sin dejarle maneras para enfrentar la difícil situación a que lo lleva la decisión de su hija de tomar un camino diferente al que él mismo tomaría para enfrentar la escasez y la miseria. La elección del personaje protagónico, al obviar los principios con los que se crió y con los que ha vivido, muestra, mucho más allá de cualquier discurso, la triste realidad de hombres a quienes la supervivencia exige transitar por senderos ajenos a los que la necesidad de llevar un bocado a la mesa familiar obliga a violar principios sagrados.

Desgarrador y sincero, sin apelar a extremos para agradar a ningún lector, retrato de la Cuba de finales del siglo xx y principios del xxi, Los dioses muertos se convierte por sus propios méritos y por intención del autor en una lectura necesaria para evitar que el tiempo sumerja en el olvido esos momentos y personas que, lejos de los focos, lucharon y sobrevivieron en situaciones altamente complicadas para ellas.

Caminemos por los polvorientos caminos de la Cuba profunda de la mano de Oscar G. Otazo.

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