Sala de urgencias y otros cuentos

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Los catorce cuentos responden a una herejía: son seres vencidos por las contrariedades de la existencia. La enajenación y el infortunio serían el punto de encuentro entre ellos. Se trata de historias donde los personajes no aparecen simplificados por una carencia ni son moldeados para agradar al lector porque las motivaciones son contradicciones reales; son rebeliones desesperadas que representan toma de conciencia. En tal magnitud, irradia la órbita de cada uno de los textos reunidos. La mayor ganancia está en la respuesta: la negativa y la rebelión contra todo y todos.

Por estas páginas pasa la comedia humana cruel, concisa, sin tapujos. Ni siquiera el lector podrá respirar tranquilo; mucho menos encontrará satisfacción al hallarse con los paisajes del alma porque allí, a pesar del ropaje de esos, del color del trópico, de la mirada no pocas veces cruel de la experiencia y de la opinión apabullante, recalamos en la orilla de la isla ideológica, de la isla humana. No hay, por ende, otra realidad: la que se transpira con la decepción, la tributaria a la desazón.

Sala de urgencias y otros cuentos es una obra póstuma y que René no podrá ver ni sopesar porque la muerte lo privó de hacerlo. En el discurso se respira la isla que somos y por la cual debemos entender sus derroteros. Es un libro-grito, ese aullido por el cual, cada ser lacerado por el horror, la desesperación y la angustia no hace nada para cambiarlo, sino que se perpetúa en lo que es y allí espera, sereno, diurno, su eterna condena.

Descripción

Fragmento del Libro:

LA NOTA

Acababa de cumplir una condena sin saber cuál había sido su delito. Nadie se lo había explicado. Estaba nervioso y aspiraba, ávidamente, el humo del último cigarrillo que lo acompañó a la salida del presidio. Por eso estaba ahí, en el mismo parque donde ocurrieron los hechos, como para darle continuidad a algo que había sido interrumpido, o como quien olvida lo que iba a ejecutar y decide volver atrás como recurso de reenganche.

El tímido otoño de noviembre languidecía junto a una de sus tardes. Las huellas se dejaban ver en la hojarasca que matizaba los suelos de aquel apartado parque. Su cuidador barría e incineraba la llovizna de los árboles mustios. Las llamas crecían, tanto por el alimento que les proporcionaban como por el oleaje del viejo viento de la época. Sentado entre el batir del viento y el barrendero, el hombre solitario no se preocupaba por nada externo. En la pausa del transeúnte se reafirmaban términos vespertinos y anulantes: canas, arrugas y vestimenta le añadían más años a los que tenía. Era una pieza más en el paisaje. Levantó la vista hacia las copas de los árboles semidesnudos y logró ver el albedrío de la libertad en los pájaros, mucho más libres que en el ajetreo de las personas al pasar por su lado. Retornó a la idea que lo había obsesionado en los primeros días de su encierro y, ante la imposibilidad de resolverla en aquel momento, se resignó a esperar porque la llave que podría abrir la gran incógnita no la tenía a mano. En consecuencia, determinó no pensar más en ello hasta que llegara la ocasión. Y, al fin, el momento había llegado.

Recordaba que alguien lo había citado entre tal y más cual hora porque él era bueno para ciertos asuntos. En ese medio tiempo apareció una persona, le entregó un papel y se marchó sin decir palabra alguna ni dar tiempo a preguntar. ¿Para eso fue citado? ¿Había relación entre la cita y lo escrito en la nota? ¿Debería marcharse o esperar a la hora final? Por lo pronto desdobló la hoja. Estaba redactada en un idioma que reconocía, pero no dominaba. Era la otra lengua, la nativa del país, cuyo nacionalismo a veces se exacerbaba cuando el insulto a sus valores era notorio: sus ciudadanos, salvo raras excepciones, no mostraban manifestaciones xenófobas, más bien una hospitalidad hacia los forasteros. Él mismo podía dar fe de ello ya que solo hablaba la otra lengua oficial y llevaba muchos años viviendo entre ellos.

Las conjeturas acerca de la nota lo retuvieron por un tiempo. Cuando consultó el reloj, el límite de la hora máxima fijada había concluido. Entonces fue cuando se acercó a la mujer para que le leyera lo que consideró un extraño mensaje, enviado, presumiblemente, por alguien más extraño todavía. Clavó la vista en ella en busca de una respuesta anticipada. Primero fue una demudes; más tarde una transfiguración. Por último, el gesto furioso con que le arrojaba el papel y el insulto: Insolente. Luego del sobresalto, sin siquiera poder aclarar nada, pensó que alguna grosería podía estar escrita. Esto lo sumió en la cavilación y trató de resolver la posible —o imposible— relación entre cita y nota.

Información adicional

Autor:

René Modesto Suárez

Edad:

Todas las Edades

Páginas:

52

Idioma:

Español

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