A solas con Casandra

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Dos épocas, dos espacios —Cabaiguán y Troya—, una mujer, varias circunstancias y un destino común. De esos elementos se sirve Marlene E. García Pérez en su novela A solas con Casandra para ponernos frente   a un hecho: la soledad de una mujer que, cansada de vivir en una sociedad patriarcal y estar condenada a la trivialidad de una isla amurallada por el mar, se esconde en la existencia de Casandra, la mítica pitonisa, para así volver al pasado con un propósito inevitable: arrastrar hacia el presente toda la carga de su soledad y desamparo.

Comienza así la trágica imagen no solo de la mujer, sino de una cultura, de un país, de un destino. Obra fundamental, si las hay, y dotada de uno de los mejores arranques de la literatura contemporánea cubana. A solas con Casandra no solo es retrato epocal, radiografía, espejo, maldición y oráculo de una tradición: acaso más, es el tormento de una voz, de una escritora, de un personaje que nos muestra qué somos en esta ciudad-isla, en esta isla-cárcel y, en caso de existir y sobrevivirnos, cuál es nuestro último destino.

Sku: 0020 Category: Marlene E. García Pérez Tags: ,

Descripción

Fragmento del Capítulo 1

Cuando descubrí que ser mujer me hacía diferente: esta paradójica imposibilidad de mis posibilidades y unos derechos y deberes a los cuales estaban predestinadas las hembras, entonces comencé a ser todos los personajes que quise. Crecí con ellos dentro y no es que me pareciera a alguno en particular, sino que hacían cosas que me estaban vedadas. Resultaba muy cómodo asumirlos: así me he consolado desde que tengo uso de razón porque me da mucho miedo ser yo misma.

Por eso, mientras Eneas me da la espalda y dice:

—Mastúrbate… si quieres —me puse a mirarle los granos que sobresalen en el lado izquierdo. Son unos puntos negros que no me canso de exprimir. Si alguien intenta ofenderme, fijo la mirada en un detalle y mi mente comienza a sentir las palabras, las va procesando.

Realmente, lo molesto no es que me mande a masturbar, sino que resulta chocante su tono, ese resentimiento sórdido, de hastío, que le noto últimamente y que termina con un gesto de sus labios, como si le causara mucho placer hacerlo. Lo otro tiene que ver con la ligereza de la frase; se parece a esas nubes que forman la neblina y de tan bajas se nos van encimando, una siente vértigo, ausencia. Y en su rapidez, dejan de ser un gallo para convertirse en un globo, en la noche donde la soledad está conmigo, en un suspiro, un suspiro lento, acompasado y, a la vez, intermitente. Bien alto, como para que él no dejara de escucharlo porque, a veces, mi morbo se pone en movimiento. Un suspiro de placer, de infinito goce, muy parecido a los que se me escapan cuando quedo satisfecha.

Comienzo a vestirme. Primero los zapatos —no sé por qué no puedo andar descalza, quizás tenga que ver con aquella obligación, por ser hembra, de tener siempre los zapatos puestos— es una costumbre que se va anexando a uno mismo, adhiriéndose a la piel y que sin ella no caminamos, no hablamos, no somos nadie.

Después, la sayuela, los ajustadores. Cuántas cosas para vestirse, estar a la moda; no resaltar demasiado y de paso llamar la atención. Accesorios y más accesorios. Introduje mi cuerpo en el vestido lentamente, contoneándome como en un striptease a la inversa; después cerré la cremallera en la espalda, el cuerpo hacia delante, la mano torcida, el enganche resbalando entre mis dedos, no estaba de ánimo como para pedir ayuda. Harta, a punto de salir de aquel cuarto, de la frialdad de mi cama, de una vida que me había inventado en los últimos años. Escalaría la colina del templo de Apolo. Allí, con su certeza milenaria, me espera en su silencio de Dios.

Casandra, Casandra, repito y no dejo de pensar que quise ser Casandra para tener a Paris de hermano y a Eneas de amante. Ser Casandra tendría sus ventajas. Además de adecuar el futuro según mis adivinaciones, podría contar con dos amigos incondicionales. Después, uno se desviviría por demostrarme que el otro nunca iba a dejar a los suyos por mí, y este por hacerme ver que las mujeres no tienen amigos. Pero Eneas no sabía esto, tampoco sabía quién era yo ni lo que esperaba de él. No se explicaba qué buscaba en los hombres.

Siempre me gustó contarle mis penas a un hombre. Contarle mis cosas a una mujer era como decírmelas a mí misma. Una mujer entiende las cosas tan solo desde su punto de vista, pero con ellos es distinto. Es el otro, el no yo, por eso siempre que me dejaron fueron mis amigos. Digo que me dejaron porque la mayoría de las mujeres se les acercan con el mismo objetivo. Los dejaba entrar en el círculo, podían pulsar mis pensamientos, cambiarlos, los hacía partícipes de las sensaciones que despertaban en mí. Me daba miedo pensar qué veían y pequé de imprudente: no se puede jugar con ellos, yo sería la poseída, solo un gesto y soltaban el lastre del machismo. Se alejaban. No eran amigos, Paris fue el que más cerca estuvo de serlo.

Sabían que era distinta, pero no entendían que lo distinto estaba en que quería parecérmeles. Y no funcionó con Félix, como ahora tampoco funciona con Eneas. Aunque con él todo ha sido diferente. Ya no le preocupa saber qué pasa dentro de mí, sino que esté en función de sus necesidades. Los años, tantos, una época tan larga como el asedio de Troya, incluidas sus treguas, las encarnizadas batallas, entre celebraciones y muertos cargados sobre lanzas. Lágrimas reprimidas martillando sobre mi conciencia. ¿Por qué todo se complicó cuando conocí a Eneas? Antes, mi relación con los hombres fluía: iba previendo cada uno de los sucesos, augurando cada estallido. Era una fiesta del entendimiento, me anticipaba a cada gesto, decía las palabras que esperaban escuchar.

Con Félix todo empezó por esa manía de recostarse en mi hombro para que yo le enseñara los nombres de las constelaciones, de cada estrella, y con un nuevo nombre un reacomodo de la cabeza y de las manos. Es muy agradable saber que alguien está pendiente de tus gestos para ir ganando terreno. Ladeaba la cabeza y mi cuello quedaba al alcance de sus labios, cruzaba las piernas para que mis rodillas rozaran sus muslos o me empinaba sobre su cabeza para quitarle algo del pelo y mis senos quedaban a la altura de sus ojos; y era preciso, cada incitación mía tenía la respuesta esperada. Sus acercamientos me complacían y, desinhibida, lo dejaba hacer. Con ese juego, iniciamos la relación. Después de que se agotaron las constelaciones, empezamos con los nombres de los dioses griegos y latinos, y nos burlábamos de sus promiscuidades y, como ellos, nos poníamos a hacer el amor en cualquier lugar donde la oscuridad nos salvaguardara de miradas ajenas.

Mi madre quedó encantada con ese muchacho: Tú ves, él sí estudia una carrera que vale la pena. El futuro de este país es un futuro de hombres de ciencias —y repetía la frase una y otra vez, y con una sonrisa de complicidad miraba cómo con su mano derecha se mesaba la barba, su dedo acusador buscaba en la multitud y me señalaba: ¿Usted no sabe que para este país es más importante un ingeniero que un filólogo?, ¿usted no sabe que la cultura es un sector no productivo y que el estado tiene que invertir cuantiosos recursos para subvencionarlo? No sé si me aburrí de prever cada gesto, cada escena, o por llevarle la contraria a mi madre; pero empecé a vivir a oscuras, dejé de ver la televisión, de oír los episodios por la radio; y odié todo lo que se relacionara con la ingeniería eléctrica y, por supuesto, con Félix. Hasta su canción, donde se bailaba un vals, me pareció inadecuada para quien estudiara algo tan «importante». Ni tampoco me gustaba ya enumerar cada uno de los pintores renacentistas ni decirle que en el nacimiento de Venus de Boticelli sentimos la suavidad del céfiro. Ni cómo el monstruo marino que envió Poseidón se tragaba a Laocoonte ante los ojos asombrados de Príamo y de los troyanos que estábamos reunidos junto al inmenso caballo de madera dejado por los griegos. Y tampoco quería explicarle qué estaba haciendo allí ni cómo me puse a gritar: no quería que entraran el caballo por la puerta Escea, por ninguna puerta; y no me oían. ¿Cuándo me han oído? Solo se complacen dando órdenes; viéndonos cumplirlas.

Y no, no iba a obedecerle. Nunca he podido masturbarme porque no puedo conectar mi cerebro a sensaciones provocadas por mí misma, demasiado puritanismo o recato. Llegué al sexo muy tarde. Cuando todas las niñas de mi aula de sexto grado sabían qué era hacer el amor, por dónde nacían los niños, para qué los hombres utilizaban esos globitos traslúcidos; yo estaba pensando en islas misteriosas, en viajes en globo, ser la heroína de las radionovelas que me dejaban con el deseo de oír más, donde, de súbito, yo era uno de los personajes y asaltaba bancos, salvaba al pueblo, con mi inteligencia natural resolvía los misterios.

 

Información adicional

Autor:

Marlene E. García Pérez

Edad:

Todas las edades

Páginas

77

Idioma:

Español

Reviews

  1. Thanks for helping out, excellent info .

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