Descripción
Fragmento del primer capítulo
CON EL AGUA EN LA NARIZ
Fue la noche cálida del mes de septiembre en Cabaiguán, una ciudad del centro de Cuba. Las piedras sudaban, no se movía una hoja y había un silencio aterrador que solo era in- terrumpido por un grillo con hambre que lloraba a lo lejos. Luisito no podía dormir porque el aire acondicionado ruso hacía más ruido que nunca y enfriaba menos cada hora; entonces, sonó el teléfono a las doce de la noche. Lo miró extrañado, aquel aparato era un lujo y se lo había logrado arrancar al Gobierno cubano como algo necesario para lo que había montado para salir de esa isla del dia- blo. Al igual que Papillon, en su encierro en la Guyana Francesa, no renunciaba a escapar. Corría el año 2004 y, en más de una ocasión, el sistema comunista y castrista le había jugado una mala pasada en su intento de abandonar la mayor de las Antillas. Lo había preparado todo esta vez y esperaba esta llamada, pero mucho más temprano:
—Sí —contestó Luisito en lo que trataba de acomodarse en su si- llón, que chillaba cuando se mecía y, aunque él lo clavaba y clavaba, no se quería callar por los tiempos de los tiempos.
—Soy yo.
Pues, claro que eres tú, pensó Luisito, quién si no a esta hora.
—Voy a hablar una sola vez, no voy a repetir y tengo que ter- minar lo antes posible —Luisito estaba con los ojos abiertos y su cuerpo lo recorrió un escalofrío—. Mañana vas a viajar con alguien, ella ya vio tu foto. En el aeropuerto de La Habana, te hará una seña. Es una trigueñita de veinte años, no se hablarán allí nada ni tampoco en Alemania. Después que salgas de la aduana de Alemania, se unirán y pasarán como pareja. Debes ayudarla, ella está muy nerviosa.
—¿Y quién me ayuda a mí? —Se notó algo de duda en su voz.
—Tú estás bien. Pedirán un tren para Francia, ¡fíjate! Ese tren parará y tienen que, en diez minutos, coger otro que sigue para Francia, de no cogerlo puede haber problemas.
—En Alemania, ¿hablan inglés? —Luisito indagó como si él supiera hablar ese idioma.
—Cuando llegues al aeropuerto de Alemania —seguía el guía turístico de Luisito—, caminarás para donde caminan todos. En inmi- gración, ella te seguirá y, además, caminarás rápido, pues todos lo hacen porque están apurados y saben dónde está la salida. Ya ahí llevas el teléfono en el oído y hablas como si alguien te escuchara. Lo de la ropa ya te lo dije, nada de cubaneo de pulóver y tenis, ca- misa clara de manga larga y no jean.
—OK —susurró Luisito.
—Recuerda ir con una oficial de inmigración que sea mujer. Ella irá a la ventanilla con un hombre. Cuando llegues a Francia, me llamas, y ahí te daré las nuevas instrucciones.
Luisito recuerda que fue así, muy compartimentado todo, y cada explicación, a su tiempo.
—OK. Déjame preguntar…
Era demasiado tarde: al lado de allá habían colgado y el teléfono estaba mudo. Luisito pasó por el baño donde estuvo parte de la no- che porque las diarreas no lo abandonaron y ya no durmió más. La llamada había sido hecha desde Estados Unidos.
Al otro día, antes de salir de Cuba, su cuñado chequeó el maletín con la ropa de Luisito. Él estaba consciente de que ese maletín se- guiría para Rusia y se perdería. Por eso, aprovechó y se quedó con toda la ropa y la sustituyó con una que tenía pasada de moda.
—La coba de Charles Chaplin cuando era chulo. —Se rió—. Oye, si abren el maletín me jodí, pues con esa ropa no engaño a nadie.
Fue una locura, pues si le abrían el maletín de seguro que detec- taban el fraude y no lo dejaban salir.
Llegar al aeropuerto, enfrentar las preguntas de inmigración de Cuba, fue algo tenso por lo reiterativas.
—¿Por qué viaja? ¿Por qué tiempo viaja?
Luisito mostró su pasaporte cubano, abierto en la parte de la foto. La funcionaria miró con detenimiento el documento, fijó sus ojos en él, así una, dos y hasta tres veces. Se regodeaba en la cara de angustia hasta que le dio la señal esperada:
—Continúe.
Esas personas, cuando veían que los pasajeros escuchaban la or- den de continuar, pensaban: «Este es un cubano más que no vira y yo me quedo». Pasó la barrera y ya, más calmado, se descalzó y fue poniendo sus pertenencias en una bandeja para, desde ahí, salir a la sala de espera. Vio llegar a la trigueñita. Como fue acordado, no le habló y se sentó delante de él a punta de nalgas. Al fin, llamaron el vuelo. Se acomodó en el asiento y sintió que su cuerpo se rela- jaba; pues, a partir de aquí, no importaba donde cayera el avión, «excepto que sea fuera de Cuba, por favor», pedía en silencio.
zoritoler imol
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